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por Miguel Caselles
Somos gente que corre
Seguramente es más sencillo calzarse unas zapatillas y salir a correr que escribir sobre el acto de correr. Además, una vez en disposición de hacer que las palabras también corran y sumen renglones, siempre me ronda la misma pregunta: ¿a quién pueden interesar las historietas y reflexiones de alguno de los miembros de una tribu social que se pasa la vida trotando para llegar fatigado a ninguna parte? Esa incredulidad no ha surgido durante la lectura del libro de Jorge González de Matauco, porque Jorge sí ha corrido para llegar a lugares y conocer personajes tan seductores como insospechados. La entretenida lectura de sus relatos de carreras y viajes nos recuerda que sin aventuras que vivir y peripecias que contar el tiempo pasa rápido e insulso.
Correr se ha puesto de moda en las estresadas sociedades del consumo rápido, como si se tratase de un producto más que hay que probar. Millones de personas han encontrado en el simple gesto de la carrera a pie un revulsivo más allá de lo deportivo. Sus anónimas soledades se miran cara a cara con sus íntimos demonios interiores y encuentran campo de juego común con la tribu que también trota. Cada fin de semana una nueva carrera en la que ponerse a prueba es la motivación que mantiene en movimiento a legiones de corredores. El proceso de contagio es exponencial. Correr es cool. Correr hace feliz a la gente.
Sin embargo, socialmente no siempre se ha entendido el esfuerzo físico a cambio de lo nada productivo. Porque, según la lógica de muchas mentes sensatas, entre las cuales recuerdo a mi madre, ¿qué necesidad hay de castigar al cuerpo de semejante manera? No les falta razón, el corredor popular emplea una parte relevante de sus energías y de su tiempo en correr, ya sea entrenando, ya sea compitiendo o por simple ocio. Y cuando las lesiones no le permiten seguir con su trote diario, busca la terapia salvadora que le permita volver a correr. Medicina y farmacopea pueden llegar a formar parte de su día a día. No importa. Se trata de correr.
En este libro, Jorge no aporta respuestas ni soluciones para correr más o mejor. Sus relatos prometen inspiración y motivación a quienes gusten de correr conociendo los extremos propios y geográficos. Sin embargo, la necesidad de encontrar respuestas hará que aquellos que no corren lancen una y otra vez la eterna pregunta: ¿por qué corre la gente? Multitud de reflexiones más o menos filosóficas, incluso científicas, han sido ofrecidas como dogma explicativo. No obstante, la respuesta visceral solo pertenece a quienes corren y seguramente no quieran traducirla al lenguaje racional del interrogador. Evidentemente, esa incógnita no se plantea entre los que corren, en la tribu sobran las preguntas. Simplemente corren. Correr les aporta satisfacción, vitalidad, amistad, libertad... Somos gente que corre. Nos gusta correr.
Esfuerzo, sufrimiento, riesgo, disciplina, valor, límites, son términos muy recurrentes cuando se habla de correr, aunque poco reveladores. Al fin y al cabo, forman parte de nuestro acontecer a lo largo de la vida. Correr es una faceta más del desarrollo humano y seguramente también un pozo donde ahogar nuestras frustraciones. Sacrificarse física y mentalmente no es nada extraordinario cuando se trata de disfrutar de una afición deportiva popular, es parte del juego elegido. En contraste, solo hay que fijarse cómo medio mundo, sin reconfortantes aplausos, se deja la piel a la fuerza para llevarse un mero puñado de comida a la boca, incluso corriendo.
Dos largas piernas son la herramienta que la humanidad ha utilizado ancestralmente para desplazarse y para subsistir, y, después de tanto tiempo en estado de letargo, parece que nuestra memoria genética ha vuelto a ponerlas en marcha. A fin de cuentas, si hemos llegado a ser lo que somos como especie es gracias a que nuestro cerebro se desplazó, buscó, descubrió, experimentó y se puso a salvo utilizando esas dos ágiles palancas inferiores. Resulta paradójico que después de inventar todo tipo de veloces máquinas transportadoras hayamos redescubierto que el paso ligero, impulsado por la voluntad y la fantasía, también genera satisfacciones. Más aún cuando se trata de salvar sugestivas distancias y difíciles orografías gracias a puro human power. Incluso quienes han perdido sus dos piernas sienten esa necesidad atávica de correr y lo demuestran con ejemplos de admirable superación vital y deportiva.
Indudablemente, el hábil marketing de las multinacionales que comercializan útiles deportivos, muchos de ellos innecesarios o pretenciosos, es en parte el causante de que la gente siga dando vueltas obsesivamente en los parques de las ciudades. Ahora bien, seguramente la irrefrenable llamada de nuestro primitivo origen caminante-corredor es la responsable final de que corramos. Y por prolongación vital, esos orígenes tienen que llevarnos instintivamente al escenario más auténtico y natural, lejos del asfalto…, a las intemperies donde todo comenzó y donde surgimos como especie. Y es allí, en plena naturaleza, donde correr en terreno montañoso encuentra su razón de ser: el hombre inmerso en la naturaleza más auténtica y agreste conociendo su pequeña y, a la par, infinita dimensión gracias a su sistema locomotor. Ahí fuera, al borde de los abismos, es donde Jorge González de Matauco bebió del elixir que le hizo indomable cuando una enfermedad, en forma de maldita emboscada, quiso frenarle en seco.
Porque, en esencia, correr a cielo abierto, en las montañas, en los desiertos o en las selvas es querer llegar a donde verdaderamente importa: al interior de uno mismo y al exterior del confortable mundo conocido. Allí donde sorpresa, incertidumbre y aventura forman parte de un juego de emociones intensas. Se trata de imprimir velocidad a nuestros pasos por donde aparentemente no es posible correr, sintetizando sensaciones. Correr en las montañas multiplica la potencia de lo vivido en cada zancada. Agónicas muertes e inesperadas resurrecciones se suceden alternativamente a lo largo de azarosos caminos, a modo de vida concentrada en un bucle de febriles kilómetros. Pura alquimia que solo conocen aquellos que han motivado a su organismo por encima de sus posibilidades en terreno hostil.
Cuando se pretende correr más allá de lo razonable, es preciso que brote el espíritu viajero. Tendremos que poner tierra de por medio y llegar lejos, muy lejos, allí donde los pliegues del mapamundi están más arrugados o las áreas de papel permanecen intrigantemente en blanco. Si se acepta que no hay caminos imposibles para las zapatillas, que correr es el pretexto y los límites geográficos el destino, la primera zancada de una gran carrera comienza al hacer girar el globo terráqueo. Audaces «artistas» no cejan en su empeño por crear obras de arte atléticas organizadas en geografías apasionantes. Correr en ellas es el valor añadido del imaginado periplo que soñamos emprender. El libro de Jorge González de Matauco nos embarca en ese deseado viaje.
¿Viajar para correr o correr para viajar? ¡Qué más da! En sus crónicas de aventuras y desventuras, Jorge primero busca un sendero prometedor de vivencias y después posa los pies en él. No adorna con engañosa épica lo acontecido en sus viajes y carreras. Ni oculta las situaciones inverosímiles en las que se ve inmerso por su mala cabeza, sobrada de buen humor, e inicial falta de experiencia entre piedras y desniveles. Poco a poco completa con éxito la metamorfosis de corredor de asfalto a corredor de montaña. No habrá marcha atrás. Fusiona la propia acción deportiva con su irrefrenable deseo por conocer escenarios singulares y remotos. Primero sale En busca de las carreras extremas y después encuentra La ruta hacia el Grand Slam Marathon. Su horizonte atlético se traslada a los extremos geográficos. Es su personal carrera global.
La propia competición tampoco es obstáculo para que Jorge pierda minutos fotografiando lances y paisajes en lugar de arañar puestos en la clasificación final. Desde la historia de los tiempos hay quienes luchan para ganar y quienes luchan por llegar. Jorge es un llegador. Es uno de esos corredores combatientes que memorizan los tiempos de los diferentes cierres de control y completan el trazado superando por poco las compuertas que a su paso se van clausurando. Cuando hace horas que los primeros clasificados cruzaron bajo el arco de meta, los corredores combatientes continúan en liza luchando cada metro, a veces sumando la segunda noche sin dormir, en ocasiones resurgiendo de sus cenizas tras agónicas kilometradas horizontales y verticales. Siempre saliendo del infierno para alcanzar su particular paraíso. Y es que hay gente que corre para llegar pronto y gente que corre para llegar lejos. Todos son gente que corre.
Seguramente, quien escribe el prólogo del libro que tenéis en las manos es uno de los pocos corredores que sabe lo que es ganar un maratón y también llegar en la última posición de otro. Esa experiencia contrapuesta me permite asegurar que aquellos que alcanzan una meta en posiciones postreras, a fuerza de perseverancia, sin rendirse cuando todo está en su contra, experimentan tanta satisfacción como el corredor que llegó en primer lugar. En el fondo, la única carrera que se pierde es la que se abandona. Gandhi, Luther King, Mandela y otros muchos así lo demostraron. Al fin y al cabo, somos gente que corre.
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